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Los cobardes no llegan a amores ni a historias

Ziley Mora

La tesis es que se trataría de unos nobles, repudiados en alguna corte de Europa a causa del escándalo de un amor prohibido. Específicamente, serían unos personajes de la Commonwealth inglesa de fines del siglo XIX. La valentía del amor por encima de las ventajas hipócritas de la realeza les habría hecho desparecer de esa sociedad de privilegios. Algo así como ocurriera con los amantes de Mayerling, quienes -por un matrimonio imposible entre ellos y de un amor tempestuoso- habrían decidido suicidarse juntos en el palacio de caza cerca de Viena. Pero en el caso de la pareja en cuestión, habrían optado por suicidarse del insustancial mundo y así vivir de verdad y a fondo su amor. Y para lograrlo, desaparecieron hacia el fin de la tierra, en el finis terrae de Chile.

La historia -recibida directamente por mí de parte de su nieta María Eugenia en Santiago- la narraba Jorge Wilson del Solar, hijo de Arturo Wilson Navarrete. Este marino de origen irlandés, había combatido denodadamente con su capitán Arturo Prat en Iquique y se había salvado emergiendo desnudo de la burbuja provocada por el hundimiento. De guardiamarina ayudante llegó a ser Vicealmirante.

Este otro Arturo, tuvo mejor estrella que el héroe, pues lo rescata vivo en Lima un cuñado que a la sazón era autoridad peruana. Lo cierto que su descendiente, Jorge Wilson, capitán de navío de la Armada, le encargan patrullajes de soberanía por las Islas cercanas al Cabo de Hornos. Y en esas perdidas costas, a principios del siglo, una buena tarde cuenta que divisa un gris islote de donde, oh sorpresa, emergen escalinatas desde el borde de playa. Y para mayor asombro, es recibido por un muy correcto mozo quien enguantado y en un elegante inglés le da la bienvenida y le invita a desembarcar y conocer a sus señores. Entra a la rústica vivienda donde flanqueado por dos perros de raza, conoce a una pareja de distinguidas maneras. Estos le sirven un fino té inglés mientras le charlan que deberán probablemente abandonar la isla por causa de ciertos inconvenientes. La etiqueta le impide a Wilson indagar más, porque además, debe pronto tomar su barco dado el particular riesgo que presentaba esa noche de navegación. No hubo tiempo de más preguntas y para siempre a este marino se recriminará del por qué no inquirió más detalles: quién es eran, por qué y cómo es que habían llegado a tan remoto lugar.

La historia me la completaría directamente hace días en Santiago el nonagenario abogado Sergio Parr González, oriundo de Chillán y hermano del famoso Dr. Parr. Este aporta un antecedente clave: le había oído a su padre -nacido en Inglaterra- y dueño con sus cuñados de la hacienda del Transvaal, que en alguna parte de Coihueco se había establecido una madura pareja de extranjeros. Lo cierto que por décadas nadie supo nada de ellos, excepto que venían desde el sur, de muy buen trato con la gente, correctísimos y que se querían mucho. Su suegro, Adriano Sepúlveda, especulaba que huían de una isla o quizás de un terremoto. Los coihuecanos solo les veían los domingo cuando bajaban al pueblo a la misa. No participaban en lo social, aunque tenían un bello carruaje tirado por un cuidado caballo. Nadie sabía más y pronto dejó de haber memoria de ellos.

Lo cierto es que, al terminar mi visita con Parr y María Eugenia Poblete, de golpe me acuerdo de una historia de mi padre Domingo. Y era de la insistencia que él y mi madre tuvieron de una anciana pareja -que cada quince días a mediados de los 50 llegaban en un bonito carruaje- a solicitarles en adopción a su primer hijo varón. El argumento era la simpatía que sentían por ese niño y que querían dejarle su herencia. Un rotundo no hizo terminar la amistad y las visitas. El pequeño se llamaba Ziley.

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